Antes de empezar a explicar las características de la ética de Kant hay que partir de una distinción previa que él propone: la de éticas materiales y éticas formales.
Son materiales aquellas éticas que afirman que la bondad o maldad de la conducta humana depende de algo que se considera bien supremo para el hombre: los actos serán, por tanto, buenos cuando nos acerquen a la consecución de tal bien supremo, y malos cuando nos alejen de él. Las éticas materiales suponen que hay bienes, cosas buenas para el hombre, y determinan cuál es el bien supremo o fin último del hombre (el placer para Epicuro, la felicidad virtuosa para Aristóteles, etc.) Según cuál sea el bien supremo, la ética establece normas o preceptos con el fin de alcanzarlo.
Toda ética material tiene contenido, en este doble sentido: 1) hay un bien supremo 2) se proponen los medios para alcanzarlo.
Kant rechaza las éticas materiales, pues presentan deficiencias. En primer lugar, son empíricas, es decir, a posteriori. Su contenido está extraído de la experiencia. Esto impide que sus principios sean universales, pues sólo lo a priori puede serlo. En segundo lugar, sus preceptos son hipotéticos o condicionales. No valen absolutamente, sino sólo de modo condicional para conseguir un cierto fin. Esto impide también que sean universalmente válidas. Por último, son heterónomas. Es decir la voluntad es determinada a obrar de un modo u otro por el deseo o inclinación a algo (placer, por ejemplo)
Visto lo anterior, Kant afirma que una ética que pretende ser universal y racional no puede ser material, ha de ser, por lo tanto, formal. La ética ha de estar vacía de contenido, es decir: 1) no debe establecer ningún bien o fin que haya de ser perseguido, y 2) no nos dice lo que hemos de hacer, sino cómo hemos de actuar.
La ética formal se limita a señalar cómo debemos obrar siempre, se trate de la acción concreta de que se trate. Un hombre actúa moralmente, según Kant, cuando actúa por deber. El deber es, según Kant, “la necesidad de una acción por respeto a la ley” es decir, el sometimiento a una ley, no por la utilidad o la satisfacción que su cumplimiento pueda proporcionarnos, sino por respeto a la misma.
Kant distingue tres tipos de acciones:
- Acciones contrarias al deber.
- Acciones conforme al deber.
- Acciones por deber. Sólo estas últimas poseen valor moral.
Supongamos un comerciante que no cobra precios abusivos a sus clientes. Su acción es conforme al deber. Ahora bien, tal vez lo haga para asegurarse así la clientela, en tal caso la acción es conforme al deber, pero no por deber. La acción es un medio para conseguir un fin. Si, por el contrario, actúa por deber, es decir por considerar que ese es su deber, la acción no es un medio para conseguir un fin o propósito, sino que es un fin en sí misma, algo que debe hacerse por sí.
El valor moral de una acción radica en el móvil que determina su realización. Cuando este móvil es el deber tiene valor moral.
La exigencia de obrar moralmente se expresa en un imperativo que no es ni puede ser hipotético, sino categórico. Kant ofrece varias formulaciones del imperativo categórico. La más famosa de estas formulaciones es la siguiente: obra sólo según aquella máxima que puedas querer que se convierta, al mismo tiempo, en ley universal. La “máxima” se refiere a los principios subjetivos de la voluntad, a sus propios móviles que, de no existir el imperativo categórico impuesto por la razón, se impondrían a la voluntad. Este imperativo no es material, pues no dice qué debemos hacer. Es formal, en cuanto dice cómo hay que actuar. Proporciona una regla para medir las acciones, gracias al imperativo podemos evaluar cualquier acción y calificarla como conveniente o inconveniente de acuerdo con el principio del deber.
Existe una segunda formulación famosa del imperativo categórico, que es así:
obra de tal modo que trates la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin, y nunca meramente como un medio. Kant entiende que los seres humanos se caracterizan por su autonomía, es decir, la capacidad de darse normas a ellos mismos o de seguir de forma crítica las que les dan otros. Esta capacidad es única en la naturaleza y convierte a los seres humanos en seres excepcionales, incomparables con cualquier otro, por lo que no tienen precio, sino que se le aplica un concepto distinto que es el valor. Este valor es expresable en el concepto ético básico para la antropología de Kant, la dignidad. La dignidad supone el deber de actuar con el otro como si fuera un fin en sí mismo, es decir, la imposibilidad de utilizarlo como una cosa, como un medio para nuestra conveniencia.
A pesar de que Kant evita en buena medida hablar de lo bueno y lo malo, él entiende que existe algo absolutamente bueno: lo bueno incondicionado. Esto es la buena voluntad, el deseo de hacer siempre las cosas adecuadamente. Kant entiende que la ética (la razón práctica) tiene algunos postulados que no son demostrables, como los tenía también la razón pura. Estos postulados son la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios. Esto es así porque la ética tan sólo tiene sentido si existe la libertad; la felicidad, que sería la perfecta adecuación entre nuestros deseos individuales y el deber moral tan sólo se podría dar si fuésemos infinitos, porque supondría una voluntad santa en este mundo y esto es imposible. Por último, la propia idea de felicidad supone la existencia de una causa suprema de la naturaleza dotada de entendimiento y voluntad, es decir, Dios.
Como vemos, para Kant, la moralidad coloca al hombre en el umbral de la religión. Sin embargo, aunque lleva hacia ella, no es su objetivo porque el hombre no debe tender a la felicidad, sino a la racionalidad. La religión sirve como esperanza para la moralidad.