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Sapere aude!

Homo quaerens

Homo quaerens

El nombre científico que nos hemos puesto a nosotros mismos como especie es de todos conocidos: Homo sapiens (el humano que sabe).

Ha habido autores que han propuesto sobre esta base distintas variaciones, para acentuar un aspecto concreto que nos caracteriza y sobre el que se quiere llamar la atención Homo faber, Homo oeconomicus, Homo ludens, Homo videns...

Sin embargo, me pregunto si el nombre que más nos conviene no es el de Homo quaerens (el humano que pregunta). Sin duda somos sapiens, pero no parece menos cierto que muchos otros animales y especialmente nuestros parientes más próximos también saben muchas cosas. Los bonobos o chimpancés pigmeos (Pan paniscus), por ejemplo, no sólo tienen una compleja red social sino que presentan rasgos que pueden describirse como culturales: son capaces de darle usos nuevos a los objetos creando herramientas rudimentarias.

Nosotros, sin embargo, quizá seamos los únicos seres para los que las preguntas son fundamentales. Nos hacemos preguntas sobre todo lo que nos afecta: quiénes somos, qué nos conviene comer, qué engorda, qué no, qué nos enferma, qué nos cura, cómo hay que vestir, cómo hay que ser, cómo hay que relacionarse. La intrincada red de respuestas que se les ha dado a estas (y a otras muchas) preguntas conforman la cultura. Pero... también hacemos preguntas sobre cosas que no sabemos si nos llegarán a afectar o no, como todas las referidas a lo que podemos llamar genéricamente el más allá.

El filósofo austriaco L. Wittgenstein en uno de los libros más curiosos de la historia de la filosofía, el Tractatus logico-philosophicus decía que había cierto tipo de preguntas que carecían de sentido, ya que remitían a cosas que no pertenecían a este mundo, de tal modo que lo que hacíamos al preguntarnos por ellas era estrellarnos una y otra vez con los barrotes de la jaula del lenguaje. Más adelante, sin embargo, Wittgenstein modificó su opinión ¿por el afán de seguir preguntando?

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